Cada día que pasa estoy más convencido de que lo esencial es mantener la calma en un mundo perdido entre las agujas del reloj, observando cómo se construyen castillos de arena bajo la lluvia. En cada grano derramado entre los dedos hay un segundo menos de vida, pero el empeño… sí, el empeño es lo único que queda cuando todo lo que gira a mi alrededor empieza a temblar.
Vivo atrapado en un pulso constante con el tiempo. La luz intermitente de los semáforos me advierte de la celeridad del día a día, eclipsado por el vértigo de las notificaciones. Y, aun así, no dejo de buscar esa grieta diminuta por donde se filtra la vida, como ese rayo de sol terco y seguro de sí mismo que siempre encuentra algún resquicio entre las persianas cerradas para entrar y hacerse dueño del lugar.
Hay días en los que siento que la vida es el tren que partió sin avisar, días en los que no dejo de correr por el andén, con los bolsillos vacíos, los zapatos polvorientos y, en las manos, un boleto caducado con destino a ningún lugar.
¿Y quién sabe si volverá? Si ni siquiera anunció su llegada…
Tal vez me toque inventar un nuevo lugar al que llegar, caminando solo, sin rumbo, para reencontrarme en cada giro de guion, en cada caída, en cada reinvención de mí mismo. Un nuevo intento de renacimiento, una llama que se enciende en la más absoluta oscuridad.
Aun así, he aprendido a convivir con mis luces y también con mis sombras, y he optado por bautizarlas, por darles su sitio e invitarlas a café. Al final, son ellas las que me susurran, las que eligen, de aquí y de allá, los hilos que van tejiendo mi tela de araña. Son ellas las que me empujan a escribir, a revolotear por los años caducos, a gritarle al papel las cosas que no me atrevo a decir en voz alta, o a sobrevolar la papelera una y otra vez cuando la intención se viene abajo.
También es cierto que la lucha no siempre es violenta. A veces, se trata solo de resistir, de no dejar que la marea arrastre lo poco que queda de ese pedazo de mí que todavía sigue soñando, que aún sigue creyendo, a pesar del ruido a mi alrededor, que un simple acorde puede romper el silencio y hacer que la magia cumpla su función.
Y cuando cualquier movimiento pesa más de lo normal, cuando el mundo me pide más de lo que tengo, cierro los ojos y me dejo llevar por ese instante en el que las palabras buscan el mar en el cauce de un río desbocado, como un grito que quiso ser canción.
Quizás nunca llegue a tener todas las respuestas, pero mientras escribo, mientras siento, sé que aún sigo aquí, aferrado al milagro cotidiano que lucha por no firmar la rendición.
Pd:
La vida no siempre
nos da las respuestas,
pero sí preguntas
que no dejan
de resonar,
porque escribir es
un acto de rebeldía
contra el silencio,
una forma de
recordarle al tiempo
que, aunque
pueda con nosotros,
no nos vencerá...
Comentarios
Publicar un comentario