Me acostumbré al silencio como a un abrigo viejo, llevándolo a todas partes, incluso cuando dolía más que el frío.
Guardé lo que quería decir detrás del corazón, donde nadie mira, donde hasta los ojos aprenden a fingir.
Pero el cuerpo acaba recordando lo que la lengua calla, y un día, sin querer, me quebré con solo una mirada.
Guardé palabras como quien guarda semillas, con miedo al clima, esperando la estación justa para hablar.
El silencio dolía, más que el tiempo, sí , pero también me enseñó a escucharme por dentro, sin gritar.
Un día, suave como la brisa, me animé a decir lo que sentía y fue como abrir las ventanas después de años cerradas.
Pd:
A veces contarlo...
es el verdadero alivio.
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