Después de aquella coincidencia, el corazón lo tenía desbordado, como si flotara en una alegría que apenas contenía.
Era como si la perspectiva del mundo hubiese cambiado de golpe. Dejé de ser sombra para convertirme en parte de la luz, tu luz, sonriendo sin razón aparente, solo por el simple hecho de haberte encontrado, de saber que pronto volveríamos a vernos.
Mientras caminábamos, el mundo parecía distinto, un universo paralelo donde cada rincón desprendía un brillo nuevo y especial. Los colores se intensificaban, el aire olía a promesa y cada sonido de la calle era la sinfonía que acompañaba nuestros pasos.
No importaba la gente que pasaba a nuestro lado, ni el ruido del tráfico que a lo lejos; se diluía, haciéndose transparente, porque la única realidad palpable eran nuestras risas contenidas, la cercanía de tu brazo rozando el mío en el camino de vuelta a tu casa.
Disfrutaba cada instante de aquel paseo, queriendo que no terminara jamás. Sabía que difícilmente podríamos perder aquello que habíamos encontrado; era un tesoro demasiado grande, demasiado auténtico, como para dejarlo escapar. Pero también sabía que, a partir de ese momento, tendríamos que construirlo día a día, con la delicadeza y la pasión de quien moldea un sueño.
Llegar a tu puerta fue un punto y aparte, no un final. Aquella despedida, tan dulce como inevitable, era, en realidad, el principio de todo lo que habría de llegar. La mirada que compartimos antes de separarnos lo dijo todo, una promesa silenciosa que bailaba en el aire de la noche.
Buenos augurios merodeaban girando a mi alrededor y mientras te veías entrar, no podía dejar de imaginar cómo sería mi vida a tu lado, con la certeza de que este nuevo camino, nuestro camino, apenas comenzaba a escribirse con la tinta del color de la felicidad.
Pd: La vuelta a casa me hizo feliz, porque no deje de pensar en ti...
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